El blog de Ryôga - Diario de un explorador del s. XXI

jueves, marzo 23, 2006

El principio del fin ¿pero de qué?


Estaba cantado, y ayer se cumplieron los pronósticos: ya está aquí la anunciada tregua de ETA. Llega con un par de meses de retraso, pero es que las negociaciones sobre el estatuto inconstitucional catalán han sido más duras de lo que esperaban los asesores monclovitas, retrasando el esperado anuncio de los terroristas.

Apenas unas horas después de que sus señorías del congreso dieran el visto bueno al bodrio estatutario, hace su aparición el balón de oxígeno que necesitaba este gobierno para sacar adelante una legislatura que lleva viendo perdida desde la misma mañana del 15-M. Dice esa dulce señora que siempre le toca dar la cara por el presi que "es nuestro deseo y voluntad que esto sea el principio del fin".

Que es su deseo es algo que está claro: Zapatero daría sus dos brazos, una pierna y alguna que otra parte noble de su cuerpo por pasar a la historia como el presidente que acabó con el terrorismo en España, sea como sea. Lo que ya no está tan claro es hacia qué fin nos encaminamos. Si el gobierno se refiere al fin de la lucha del estado de derecho contra los asesinos, desde luego estamos cerca de ello, aunque el principio no fue ayer sino Perpiñán. Si por el contrario se refieren al fin de ETA, avanzamos en dirección contraria desde hace 2 años y cada vez a mayor velocidad.

Por lo pronto se anuncia una tregua permanente (ya me explicarán a mí cómo puede llamarse permanente algo que por definicion es temporal y limitado, en fin). No se anuncia el cese definitivo de las armas, ni de las extorsiones, ni de los secuestros, ni de las coacciones, ni de las amenazas, etc. Estamos ante el mismo chantaje de siempre: si no nos dan lo que queremos, volvemos a matar. Parece que les sabe a poco todo lo conseguido en los últimos meses.

Sin embargo, haciendo un pequeño recorrido por Matrix -es decir, por la blogosfera progre y sociata- se percibe un ambiente triunfalista y de euforia mal contenida que supera lo ingenuo para rozar en lo cínico. Resulta que la política hipócrita y cobarde de que no haya "vencedores ni vencidos" va a ser la solución frente al respeto al órden legal constitucional y la lucha del estado de derecho contra la violencia. Y la derechona está rabiosa porque prefiere que ETA siga matando gente para poder tener protagonismo. Si es que hay mucho agente Smith suelto por ahí...

Los que aún no estamos abducidos por esa realidad virtual (o desvirtuada), querríamos que nuestro presidente explicara qué está dispuesto a ofrecer a los asesinos por tener con los demócratas el detalle de perdonarnos nuestra miserable vida ...de momento. Por si acaso los terroristas ya le han hecho dos sugerencias: el cese de la "represión" (sic) y un referendum de autodeterminación para los vascos. Como si alguna vez hubiesen existido en el País Vasco garantías para que sus ciudadanos votasen algo libremente. Pero mucho me temo que Rodríguez Zapatero está dispuesto a cualquier concesión por lograr la paz, o al menos por vendernos una paz tutelada y vigilada por los terroristas, que pasan a ser los auténticos árbitros del conflicto.

Aún no nos hemos enterado de que esto no es un problema de falta de paz, sino de LIBERTAD. Una libertad en la que haya vencedores (los demócratas) y vencidos (los violentos) y que pase ineludiblemente por el cumplimiento de la ley. Puede que se negocie cualquier otra libertad, pero no en mí nombre.

jueves, marzo 16, 2006

Nuestra libertad y su precio

Una vez terminado el periodo de exámenes parciales (comenzado el 25 de enero, que se dice pronto), ya tocaba dar señales de vida en el blog. Desde mi último artículo ha habido muchas cosas que querría haber comentado aquí y no hice por falta de tiempo o de ganas, y ahora muchas de ellas ya no tendría sentido publicarlas. Sin embargo sí quisiera reflexionar acerca de un hecho digno de estudio.

Hace unos días falleció el tristemente célebre ex-presidente yugoslavo Slobodan Milosevic. La noticia en sí es bien conocida y no tiene mucho de interesante por estas latitudes, pero no quiero centrarme en aspectos de juicio sobre este personaje, posiblemente uno de los mayores genocidas de nuestro tiempo. Más me interesa reflexionar acerca del considerable número de seguidores y simpatizantes que su persona arrastraba hacia su causa o hacia él mismo.
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Indudablemente la gran mayoría de estos se cuentan entre sus propios compatriotas serbios, quienes creyeron ver en él la figura que conduciría a su país hacia la prosperidad y recuperaría el orgullo nacionalista anterior al poder soviético. Siempre me ha parecido llamativo ver cómo millones de personas de a pie se dejan absorver por la vorágine de la limpieza étnica o de la violencia intolerante como mecanismos para lograr su identificación como individuos y como colectivo. Hay muchos factores que pueden contribuir a hacer que el ser humano se entregue en masa a la destrucción sistemática de sus semejantes, como pueden ser la falta de visión social y/o estratégica, el odio acumulado durante años, el adoctrinamiento mediático, etc. Pero a mi juicio hay un factor que es determinante por encima de todos ellos y que mal enfocado puede reultar más peligorso que el odio intestino: el deseo inherente en toda persona de su propia reafirmación.

Es dificil imaginar como un pueblo que logró convivir durante décadas bajo la bota comunista se arroje voluntariamente en brazos de otro totalitarismo no menos siniestro, si no es con el convencimiento de que tal cosa es realmente lo correcto y necesario. Por supuesto no olvido la forzada heterogeneidad de los pueblos que componían la ex-república yugoslava o la influencia de la manipulación mediática y de las labores propagandísticas, que ocultaran en parte a la opinión pública serbia las masacres de bosnios y albano-kosovares que se estaban llevando a cabo en los Balcanes. Sin embargo parece imposible que fueran totalmente inconscientes de estos actos a menos que involuntariamente colocaran una venda sobre sus ojos y decidieran mirar hacia otro lado -aunque en su interior más profundo seguramente reprobaran tales acciones-. Quizás Platón tenía razón al afirmar que las personas no nos sentimos cómodas ante la perspectiva de dirigir nuestra propia libertad, y que anhelamos la figura de un líder que asuma la penosa responsabilidad de dirigirnos y de velar por nosotros, por encima de cualquier otra necesidad. Seguramente el pueblo serbio fue engañado, pero tal vez tras años de miseria y opresión deseaba fervientemente que alguien le engañara, a semejanza de lo sucedido en Alemania en los años 30.

Como entonces, la guerra (o guerras) de los Balcanes no acaparó la atención del mundo libre hasta que esta amenazó con extenderse más allá de las fronteras de un conflicto local. Fue entonces cuando la OTAN, cansada también de mirar hacia otro lado y que se reveló como un organismo altamente ineficaz y burocratizado, solicitó la intervención americana tras reconocer su total incapacidad para impedir casi medio millón de muertes y más de un millón de refugiados en sus propias puertas.

Lo ocurrido en sitios como Yugoslavia es una vergüenza para la humanidad, pero de manera muy especial para Europa occidental, un continente que siempre parece olvidar lo preciosa que es la libertad de que disfruta, y que entonces como hace 60 años delegó sin rubor su seguridad a EEUU, un país que sabe que defender sus intereses es defender los de la libertad incluso a costa de soportar los insultos de aquellos a quienes protege. En Europa carecemos de la voluntad para defender nuestros propios intereses, y seguimos buscando alguien que nos libere de tan pesada carga en lugar de asumir nuestra obligación para con quienes no tienen la suerte de formar parte del mundo libre. Hoy quizás muchos coincidimos en señalar a Milosevic como el único responsable de terribles matanzas, y quizás también lo hacemos porque necesitamos ignorar la parte de culpa que nos corresponde.

Deberíamos tomar nota cuanto antes si no queremos que en el futuro aparezcan nuevos Milosevics, elevados a la categoría de santos por culpa de nuestra propia falta de convicciones.